Lugar de encuentro entre la naturaleza y el pasado, Santomé es un magnífico bosque autóctono que esconde un yacimiento arqueológico donde conviven la cultura castreña y la galaico-romana.
A escasos tres kilómetros del centro urbano se encuentra este complejo arqueológico, imprescindible para conocer una parte fundamental del pasado de la ciudad. En él concurren los valores históricos (característicos de un complejo yacimiento arqueológico) con los naturales, derivados de un contorno que no solo conserva una vegetación peculiar sino que disfruta de un emplazamiento privilegiado, con impresionantes vistas sobre la ciudad.
Desde una perspectiva arqueológica, Santomé destaca por ser uno de los pocos ejemplos de la Península donde aún se puede observar la convivencia, en el tiempo y en el espacio, de dos culturas muy diferentes: en la parte más elevada, restos de un castro, población fortificada propia de las cultura castreña (pueblos de la Edad de Hierro); en la llanura, una típica villa galaico-romana. Esta zona fue ocupada entre el siglo I y el V d.C., lo que pone de manifiesto cómo los modos y formas romanas convivieron en perfecta simbiosis con las tradiciones anteriores, creando modelos que van a pervivirían mucho tiempo en la Galicia rural.
Su situación privilegiada sobre el río Loña (que actuaría como un elemento defensivo más del castro) proporciona una espléndida vista sobre la ciudad y las «marmitas de gigante» que el río ha modelado en la piedra.
Pero además, Santomé es un bello ejemplo de bosque tradicional del valle ourensano, de clara tendencia mediterránea, en el que destacan los robles mezclados con los alcornoques, encinas y variedades de pinos, además de una gran cantidad de madroños. Se encuentra en un risco sobre el río Loña, que actuaría como un elemento defensivo más del castro: al visitar el lugar, merece la pena bordearlo para disfrutar de las vistas sobre las «marmitas de gigante» del río, enormes piedras erosionadas por los remolinos del agua.
Un recorrido cronológico
Desde el punto informativo, el camino se adentra en la croa o parte alta del poblado castreño, en el que las excavaciones arqueológicas del año 2000 descubrieron una unidad completa del mismo, a modo de barrio, en el que a través de una calle central y una plaza se van articulando diferentes viviendas (superpuestas algunas de ellas) que abarcan un período desde el siglo I al II d.C. En la parte superior se encontró también una torre fortaleza que daba acceso al mismo. En 2019 se amplió la zona excavada en el ala sur del castro, encontrándose una serie de construcciones del siglo I d.C., entre las que destacan un gran lagar y un espacio porticado. A mediados del s.III d.C., tras un siglo de abandono, este espacio sería reutilizado para actividades productivas, existiendo una herrería y un tejar que se mantuvieron hasta el s. IV d.C., cuando un gran incendio destruyó todo este sector.
Se sale del poblado por una calle adoquinada de la que se conservan más de 30 metros del trazado original. Al fondo se conservan algunos restos de la primera villa galaico-romana, que pertenece al siglo I de nuestra era, lo que significa que convivió con el poblado castreño. Las primeras construcciones fuera del poblado castreño surgen en los lados norte y oeste a mediados del s. I d.C., y presentan una marcada influencia romana que las diferencia de las existentes en la “croa” en ese momento. Al igual que el castro, está zona sería abandonada a mediados del s. II d.C. Sin embargo, en el siglo III d.C. volvería a habitarse con nuevas construcciones sobre las ruinas de las edificaciones anteriores. Se trata de dos viviendas en las que se observan características propias de las villas romanas, en cuanto a que están organizadas alrededor de patios centrales y presentan un cierto nivel de confort e incluso lujo.
Así, la primera casa (que se encuentra cerca de la caseta informativa) conserva el patio, que recuerda al atrium romano. En la segunda destacan dos elementos pocos habituales en el panorama arqueológico galaico-romano: los restos de una edificación con piso superior (de la que se conservan algunos peldaños de la escalera de acceso) y una trébede. Se trata de un excepcional sistema de calefacción a modo de banco calefactado, que deriva del hipocaustum romano y del que no se conocen sistemas semejantes en el territorio gallego, pero que, curiosamente, pervivió en las viviendas tradicionales de Tierra de Campos (Castilla y León).