Miramos a nuestro alrededor y no vemos o intentamos no ver. Si lo hacemos, apenas creemos que sea posible. Si miramos más de cerca, la miseria está ahí. Cerca, a las puertas. En la puerta de al lado. En la calle de arriba. Lejos, filtrada por la pantalla, distorsionada por la narración, real en los cuerpos mutilados, los muertos vivientes. Más cerca aún, dentro de nosotros.

Si miramos con una buena lente de largo alcance, una lente que atraviese el tiempo y el espacio, reconoceremos la eternidad, la inevitabilidad, lo absurdo de todo ello. Y la naturaleza humana, demasiado humana, profundamente inhumana de todo ello.

También en las palabras, repetidas, gastadas, fragmentadas, gastadas, vueltas a contar, gastadas y continuadas sin descanso. En la búsqueda del significado inexistente, negado, repetidamente negado de lo que somos, quién, cuándo, dónde, por qué… para qué, al fin y al cabo.

Este es el tema de Beckett, este es el tema de los días que vivimos.

¿La esperanza? Residual, una partícula en el universo. En el teatro, quizás, todavía, a pesar de todo.